Llovía, más bien
chispeaba, pero él abrió el paraguas que iba a juego con nosotros. Entramos en
una tienda bastante iluminada. Me cogió de la mano para que me pusiera a su
lado, enfrente de un espejo de cuerpo entero. Su rostro… Me helaba el aliento. Nos sonreía, a los dos. Éramos de otra época,
teníamos ropas diferentes pero con los mismos tonos; negro y morado. Parecíamos
felices, jóvenes y risueños. Uno complementaba al otro y viceversa. Era mi alma
gemela, lo sé. ¿Que qué pasó con él? Bueno, nada es para siempre, excepto esas
pequeñas huellas llenas de sentimientos. Su elegancia era digna de admirar, al
igual que la protección que brindaban sus ojos. No recuerdo su voz, pero sé que
era parecida a la lluvia y a las carcajadas de un niño… el canto de los pájaros
y el sonido de los relámpagos. Ahora es silencio, un silencio que puede ser
insignificante para algunos, pero para otros todo un mundo.
El reloj
siguió cortando el tiempo
con su pequeña sierra.
Como en un bosque
caen
fragmentos de madera,
mínimas gotas, trozos
de ramajes o nidos,
sin que cambie el silencio,
sin que la fresca oscuridad termine,
así
siguió el reloj cortando
desde tu mano invisible,
tiempo, tiempo,
y cayeron
minutos como hojas,
fibras de tiempo roto,
pequeñas plumas negras.
Pablo Neruda, Oda a un reloj en la noche.
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