·Todavía puedo saborear aquella mañana de
primavera, tan dulce con los brazos abiertos… Mi madre, como todos los fines de
semana, me había encargado que llevara una pequeña cesta con galletas a mi
abuela, y así adentrarme en el bosque, donde me sentía identificada con los frondosos árboles dándole la bienvenida a la nueva era que se forjaba entre las sombras de estos, los pétalos de las flores abiertas, ese sonido salvaje… El
color rojizo del suelo me llamaba muchísimo la atención, hasta que ya me
resultaba familiar, y el no verlo me preocupaba, era como mi sendero para
llegar a la cabaña de mi abuela. Siempre pensé que era el color de la tierra,
pero desde ese día todo cambió, sobretodo mi manera de ver las cosas.
Aquel día fue inolvidable, siempre
quedará marcado como uno de mis más raros y especiales momentos… Era tan pícara
mi sensación, atracción, o como quiera que sea ese sentimiento tan difícil de
explicar… Bueno, sólo con olerlo tenía que probarlo, y desde que analicé ese
sabor no podía parar… La sangre cada vez más me llamaba, me atraía. Ojos con
miedo de aquel miserable lobo que se moría por matarme, se alejaba de mí al
percibir mis actos antes de hacerlos… Yo era una niña muy amante de los
animales, pero no en ese sentido desde que empecé a verlos de otra forma… Como
alimento.
Llegué a la casa de mi abuela por el
mismo camino marcado por la tierra rojiza. Llovía y llovía; no hacían más que
caer gotas finas que mojaban el suelo y lo dejaban como si hubiese pasado por
allí una masacre. Toqué varias veces la puerta, pero la abuela parecía que
había salido, como más de una vez hacía, a dar sus típicas caminatas… Así que
salí en su busca, pero ya me parecía muy sospechoso que con el tiempo que hacía
saliera. Después de largas horas de buscarla entre los árboles, decidí volver a
la cabaña para ver si es que se había quedado dormida.
-¿Abuelaaa?- Grité varias veces afuera;
pero nada…
Ya preocupada, empecé a forcejear la
puerta y a darle patadas, hasta que un fuerte rugido proveniente de la casa me
contestó ferozmente.
Las manos me sudaban, y no sabía qué
hacer, por lo que salí corriendo en busca de ayuda. En pocos instantes apareció el cazador, en compañía de la escopeta.
-He… He…-No podía hablar.
-Tranquila, lo he oído.
De una fuerte patada abrió la puerta, y
allí estaban…
Mi corazón se paralizó por unos
momentos… No me lo podía creer; un gran charco de sangre se situaba delante de
la puerta, para dar la bienvenida.
Mi abuela, tirada en la cama. Y el lobo,
todavía devorándola.
Indecisión y furia me recorrieron el
cuerpo de un escalofrío. Después de esas imágenes almacenadas en mi mente sólo
podía observar la sangre del suelo, y me recordaba a la tierra rojiza.
El cazador, por lo que podía observar en
su rostro, tampoco sabía cómo actuar ante esa enorme crisis.
-Sal de aquí, Caperucita.- Logró decir
con voz paralizante.
Yo, después de haber sufrido
psicológicamente, sólo tuve ese impulso…
-No, sal tú. Será mucho mejor, así me
recordarás como la niña inocente que quería a su abuela.- Después de decirlo,
le miré en tono desafiante; ya me había transformado en una bestia
incontrolable.
Él seguía parado, con la escopeta
sujetada firmemente, pero no sé cómo, me hizo caso, observaba que estaba decidida
y percibió el peligro que corría… Por lo que salió mirándome con pena.
Y ahí estaba, todavía devorando a mi
abuela; y eso sólo hizo enfurecerme todavía más. Di un paso adelante, me quité la
caperuza y la tiré al suelo. El lobo podría llegar a medir un poco más del
doble que yo, pero yo no le tenía miedo, al contrario, deseaba en ese momento
desgarrarle por completo. Me abalancé sobre él sin pensármelo más de dos veces,
y… Ya se puede imaginar lo que pasó. Después de todo era una niña con una
fuerza sobrenatural que recibía órdenes de su instinto apoderado de la rabia
contenida.